Magdala era un burgo[1] que pertenecía a Galilea, uno de los más desprestigiados por la política de la época, por no favorecer con sus ricos recursos a los mandatarios extranjeros y a los sacerdotes vigentes. Sin embargo, tenía fama, la que corría por toda Palestina, por la belleza de sus mujeres, y María era una de ellas. Por donde pasaba, arrancaba suspiros de los mancebos que la contemplaban, admirándole los gestos e hipnotizados por las líneas de su encantador cuerpo.
Los patricios romanos que asumieran la dirección política de Palestina, y que veían en las mujeres solamente una fuente para saciar sus deseos, hacían constantes viajes a Magdala, donde hacían con mayor certeza reminiscencias de Roma, así como de Herculanum y Pompeya. También reflejaban a Sodoma y Gomorra por sus hábitos extravagantes.
Y como hay espíritus desencarnados que alimentan los mismos deseos de la carne, María, con la vida que llevaba, en parte forzada, y por vivir en los desequilibrios emocionales, atrajo hacia sí siete espíritus, que igualmente saciaban sus deseos inconfesables, junto a los hombres de la misma estirpe. Esta mujer era siempre atormentada por esas almas insaciables, en el desajuste de sus emociones sexuales. Ella, por las leyes del país en que vivía, debía ser apedreada, como tantas otras que fueron muertas en la plaza pública. Sin embargo, las leyes fueron hechas por los hombres, y esos mismos hombres las deshacen cuando afectan sus intereses personales. Los romanos más prominentes, se encontraban con Magdalena en su lujosa casa, y la ley del apedreamiento, ante los romanos, cedía lugar para más tarde, temiendo las consecuencias. Los sacerdotes le temían a la espada romana y a la agresión del Águila por medios violentos.
María era un alma de gran sensibilidad. Buscaba el amor, amando a su manera. Nunca se saciaba en esa búsqueda física, ya sea cambiando siempre de compañero, que traía de otras naciones, con diferentes formas de comportamiento en el amor.
No exigía dinero a cambio de la satisfacción de los hombres, pero ellos dejaban lo que podían dar, por la alegría pasajera y por la presencia de aquella mujer encantadora, que se les quedaba siempre en el recuerdo, por su mirada, así como las palabras dignificantes de aquel que no maltrata, y que solo desea la paz de las criaturas.
María Madalena era una flor linda y sensible en las ásperas manos de seres brutales e incompetentes para comprender las emociones de la que su corazón era fuente. María conocía el Mar de Galilea, y muchas de las ciudades de Palestina y cuando entraban en fiestas, su presencia sobresalía, de modo que, a veces, desarmaba hasta a sus detractores, por su candidez y el respeto a los actos religiosos. Nunca ofendía a nadie con palabras. Tenía siempre una conversación alegre, así como repartía lo que tenía con los pobres que venían a su encuentro, y muchos de ellos, venían por la fuerza de su belleza y candor. Le gustaba conversar con los sacerdotes, y algunos de ellos le prestaban atención.
María, la mujer de Magdala, sufría conflictos inenarrables, porque buscaba un sentimiento que aún no comprendía. Cuando conversaba con los doctos, en el fondo notaba el interés de ellos por su persona, intereses esos que ella conocía, y que no tuvieron el poder para resolver sus problemas del corazón. Tuvo muchas propuestas de unirse a hombres, para solidificar un hogar, pero, en el fondo de su consciencia, notaba que ese no era su camino. Atraía a mucha gente, lo sabía, por su belleza y su noble postura.
Hizo diversas veces ofrecimientos a los dioses, para encontrar la felicidad que buscaba, y sentía distancias inmensurables entre ella y la paz. Nada le traía confort a su corazón, ¿pero qué hacer? Tenía noticias de muchas mujeres que pasaron por los mismos caminos, hiriendo sus pies, y que esas mujeres, al no encontrar la felicidad que buscaban, aniquilaban sus propias vidas, sacrificándolas para libertarse de sus angustias. Entretanto, un impulso irresistible que nacía de dentro, no la dejaba hacer lo mismo. Comprendía por intuición, en la hora del sosiego que los siete demonios le permitían, que el camino cierto no era aquel, que en el mundo podría encontrar el Reino de la Consciencia, de la consciencia que no pierde la serenidad.
Oía hablar mucho sobre innumerables sacerdotes de otros países, y tuvo la felicidad de encontrar uno, en tiempo de festividades, en el gran templo de Jerusalén - era un viejo egipcio que nunca perdía la oportunidad de venir a la Ciudad Santa, para servir al Señor, no con sacrificios, sino con las palabras que nacen de una inteligencia sabia, revestidas por los ropajes que el corazón ofrece, con el perfume del Amor. Ese hombre de Dios no se dejaba conocer, escondía sus poderes y sus virtudes, para ayudar de mejor manera en los encuentros, en el silencio de la humildad y en la atracción de la propia ley.
María de Magdala iba subiendo las escaleras del famoso templo, con ropas que demostraban nobleza, y fue atraída por aquel hombre simple, pero que le daba seguridad. Quiso avanzar algunos pasos, pero algo le impedía hacerlo. Tomó nuevas fuerzas y pretendió ir al frente, sin embargo, no tuvo voluntad. Miró nuevamente hacia el anciano y le dice:
- ¿Qué queréis de mí? ¿Una limosna?
Y le tiro una cadena de oro que traía en su bolso, pero cuando la lanzó al respetable hombre, que sentado, se apoyaba en una de las columnas de la Casa de David, cambió de idea y sintió una voz que le hablaba:
“Conversa con él. Tal vez la palabra sea mejor que el oro, María, y la presencia, es mejor que la palabra”.
Proseguía la voz:
“En muchos casos, quien intenta dar recibe más. No juzgues por las apariencias. Dios, el Todopoderoso, se manifiesta a las personas, por los medios más simples”.
Ella sintió una especie de vértigo en ese momento, y fue amparada por él, sin ser vistos por los transeúntes, que pasaban con las mentes ocupadas en las fiestas y en las ofrendas organizadas por los sacerdotes del Templo erigido por Salomón. Y María se sentó cerca al anciano sacerdote, con los oídos atentos para escuchar lo que el pretendía decir.
María de Magdala sintió como una regresión de memoria, y podía recordar muchas cosas del pasado que, incluso en la inconsciencia de los hechos, quedan en silencio, hasta que el consciente vuelve a las actividades normales. Dio un profundo suspiro, y le dice con la gentileza que le era característica: - ¡Mi señor! No deseo especular sobre quien sois ante la vida, ni preguntar el porqué de fuerzas que desconozco me atraen hacia usted, a quien no conozco, con tanta espontaneidad. Me siento feliz a vuestro lado y debo escuchar de usted aquello que preciso oír; por los dioses, quedo a su voluntad y di lo que pretendéis decirme, porque ando en busca de un tesoro, y creo firmemente, dentro de mí, que lo que busco podre encontrarlo en el mundo en que vivo. Podéis hablar, si intentas confortar a quien padece.
El Sacerdote Tállis, comprendiendo el momento de donación de quien sufre por dentro llagas mortales, y hambre de algo que desconoce, le dice con serenidad:
- Hija mía, por lo que veo estamos aquí en este Templo, para este encuentro que siempre tuve en mente. Y lo que te puedo dar es la semiente de algo que ya germinó en mí, por la bondad de otros que pasaron por la Tierra, y que tuve el honor de recibir.
Tállis meditó un poco, delante de tamaña belleza física y promesas espirituales, sin las emociones inferiores que María acostumbraba a despertar en los hombres, y le habló con dulzura a su corazón sensible:
- Conozco su reputación como mujer de rara belleza, en esta tierra, y tengo pena por saber los caminos que recorre. Más su presencia no me atrae como quiera pensar. En mi país, las jóvenes escogidas para servir a los dioses, la harían avergonzarse delante de ellas, por la juventud y los encantos físicos y morales. No quiero disminuirla con argumentos; es solo para que sepas con quien hablas, sientas la voluntad de quien anda por los caminos del verbo, y, la presencia de un hombre diferente, que nada exige de lo que usted tiene para dar.
María de Magdala se sorprendió con la conversación de aquel anciano, realmente diferente de todos los hombres con los que había hecho amistad. Se sintió avergonzada por lo que él decía, por conocer su vida, que no generaba muchos trastornos para el despertar de su consciencia, pero que, cuando se tornaba en asunto ventilado por otro, era como una flecha envenenada que hería el corazón, especialmente su corazón de mujer. Y la manera como el Sacerdote Tállis le hablaba, la hería más por su superioridad.
El orgullo de Magdalena alcanzó los límites del egoísmo, como una explosión en el reino de la vanidad. Se sentía destruida por tan pocas palabras. Había escuchado tantas veces, cerca de sus oídos, palabras amables de los patricios romanos, que ni en Roma, la ciudad madre del mundo, habían visto mujer igual, personificando en ella la felicidad sensual. Y si eso decían los hombres, consolidados en posiciones de poder, de las finanzas y bellos atletas, ¿cómo aquel anciano, casi un harapiento, decía lo contrario?
La cabeza le daba vueltas y tuvo un desvanecimiento, de aquellos en los que la emoción contraria a los deseos le hizo perder la consciencia. Mientras tanto, ella, como mujer que ya aprendiera a resistir los problemas de la vida, igualmente aprendiera con los romanos - no dejarse abatir por nada y siempre que pudiera, alimentar el coraje, fuerza poderosa en el mundo que en todas las victorias aparece haciendo presencia - levantó la frente con la impetuosidad característica de su personalidad, pensando en lo que deseaba para su libertad moral y tranquilidad de consciencia, diciendo sin rodeos: - Señor, mis respetos por lo que me dijiste, y por el coraje de enfrentar a una mujer capaz de desmoralizar, si quisiera, a cualquier hombre, tanto en la política como en la religión.
Conozco la vida de los mayores de esta tierra, por vivir con ellos a escondidas por las noches; yo tengo el coraje de decir, ellos de callar. Pero, mi corazón me pide oírte, cosa que raramente acontece.
Dime lo que reservaste para mí, y que los dioses nos bendigan, siendo yo quien pueda sacar provecho.
El reverendo señor, que asimilaba tanto sus pensamientos como sus palabras, ya tenía en la punta de la lengua, la forma de escribir en su sensible corazón, y le dijo:
- ¡Mujer!... Que Dios nos ayude para que sea mi hija de los sentimientos. Vengo a este Templo, no para disfrutar de estas fiestas exteriores que muchos buscan. Procuro cuidar de la verdadera morada del Señor, dentro de mí. Acepto y amo al Dios Único que su raza adora, sin embargo, yo tránsito por otros caminos, y escogí los más difíciles: la senda interna, en busca del cielo en el corazón. Deseo decirle una verdad que ya conozco, por misericordia de la Divinidad: que un profeta anunciado por sus propios profetas, ya se encuentra en el seno da su propia familia de Israel; yo hablo del Mesías prometido hace mucho tiempo. Y yo la lo conozco por la gracia de Dios. El trae en abundancia lo que usted procura. Indague sobre donde reside y hable con El, mientras usted este ansiosa por amar... Creo que no debo decir más. Que la paz sea con usted. Deseo verla reformada y comprendiendo el verdadero objetivo de la vida.
Se levantó con aquella gentileza a la que hasta su esquivo cuerpo se acostumbrara, y le dijo amablemente:
- Adiós, hija. Que Dios la bendiga.
En pocos minutos de conversación con Tállis, María cambió. Salió tambaleando por las escaleras exteriores. Su cabeza se convirtió en un torbellino, donde variados pensamientos cruzaban por su mundo craneano, con promesas hacia una vida ennoblecida. Su mente se entregó solo a aquel profeta del cual ya tuviera algunas noticias, reafirmadas por el sacerdote egipcio, Jesús de Nazaret, ciudad agraciada por Dios, que ella ya conocía por sus andanzas en la región.
María volvió a Magdala sin aquel entusiasmo de la vida mundana. Pensaba mucho en lo que había escuchado en el Templo de Salomón, y sus pensamientos corrían en busca del Amor que tanto soñara, y partió al encuentro de Jesús, el Nazareno anunciado por profetas y sacerdotes, como la Esperanza de la Humanidad.
Y tuvo la oportunidad de oír, no lejos de su ciudad natal, la palabra del Divino Maestro, sintió en su corazón que el Cristo era realmente mucho más grande de lo que se decía de Él; sus palabras resonaban en su pecho, como si El viviese en su alma sensible. No olvido una sola de sus advertencias y comprendió porque tanta gente lo buscaba.
Los patricios romanos que siempre la buscaban y que perdieran a su presa, tomaron odio por el Nazareno, a causa de la fascinación de María por Él, y ella, en su impulso de amor santo por El y por lo que Él hablaba y hacía, no tuvo otra preocupación que no fuese la de buscarlo en diversos puntos de la Galilea, para oírlo, con la frecuencia que su corazón deseaba.
Tuvo la oportunidad de verlo descendiendo de un barco con sus discípulos en Betsaida. Sintió su profunda y tierna mirada a la salida de la Iglesia de los Pescadores, al amanecer. Oyó su palabra metálica y armoniosa, cerca de la Fuente de la Virgen, en Nazaret. Muchas veces conversó con algunos de sus seguidores, incluso en sus faenas de pesca y algunos le prestaron poca atención, debido a su vida en Magdala. Pero, aun así, ella avanzaba en busca del Sol que habitaba en Palestina.
Asistió a fenómenos transcendentales, hechos por las manos divinas, e inundó su corazón de fe, de suerte que ya no había duda en su alma de que aquel era verdaderamente el Mesías anunciado por los cielos. Tuvo, varias veces, impulsos de ir al encuentro del Maestro, conversar con El cara a cara; sin embargo, le faltaban fuerzas para alcanzar ese hito en su vida. Aprendió a orar, con alguien que tenía compasión de sus conflictos, y usaba la oración para alimentar sus ideales más nobles.
Partió un día, decidida, hacia Cafarnaúm. Sabía que Jesús debería estar allí, en casa de Simón Pedro, con sus discípulos. Su vida ya no le pertenecía más; lo que hablaba en su palpitante pecho era un ideal que no sabía bien delinear sus derroteros.
Multitudes se aglomeraban en la ciudad, que se localizaba en las franjas fértiles del Mar de Galilea. La sencilla casa de Simón desapareció, entre la aglomeración de criaturas que tenían la misma sed de María, del Agua de la Vida, del Amor de forma divina, que Jesús donaba y enseñaba a todos conquistar.
Cada árbol era una morada de personas enfermas, que esperaban a paso del Señor para ser bendecidas.
María se coló entre la multitud, sintiendo la emoción de los primeros momentos, para verlo y escuchar su verbo, como música celestial en la boca de un Ángel. Entró en la cabaña del pescador y vio sus grandes ojos mirándola serenamente.
Cayó de rodillas ante el Maestro, sin la más mínima vergüenza que pudiese paralizar sus sentimientos de fraternidad. Sintió que su corazón se agitaba en otra dinámica de corazón de mujer, con derechos de amar. Quiso abrir la boca para hablarle, pero sus labios no le obedecieron, y ante esta dificultad, usó la fuerza que no se agota, ni se deshace en los momentos difíciles: el pensamiento. Y habló en las ondas que le competían, a sabiendas que el Maestro entendía todas las lenguas que se propusiesen articular.
La multitud silenciosa por la atención que era dada por el Señor a aquella mujer que muchos conocían de su mala vida junto a los patricios romanos. Unos juzgaban en sus corazones, otros cerraban los ojos en respeto al ambiente, todos esperaban la palabra del Mesías, hacia la mujer de Magdala.
De los ojos del Maestro eran proyectadas dos rayos de luz, donde el azul en todos los matices desaparecen, por la pobreza de las comparaciones, penetrando en el alma de la mujer hambrienta de paz, activando todos sus centros de fuerza. Y Jesús le dijo mentalmente:
- ¡Hija mía! Te llegó el momento de decidir. Queremos oírte para que puedas en este momento, ayudar a aquellos que vinieron a buscar la misma agua que debe saciarte la sed.
María, de rodillas, abrió los ojos ante la postura divina de escucharla. Lágrimas se escurrían, mojando el velo que le cubría la cabeza, y dice con una emoción que nunca había sentido tan intensamente como en aquel momento: - ¡Señor! Ya te oí tantas veces, sin el coraje de buscarte, por lo que soy ante la sociedad de los hombres. Me aparte de mi familia, a quien debo la sangre que corre por mis venas. No he sido apedreada y muerta en la plaza pública, por ciertos derechos que el corazón busca en otros corazones que me exigen lo que tengo para dar. Mas todo enfrente, porque el amor desconoce barreras, siendo preciso, entregarse al sacrificio, por momentos de placer. Sin embargo, siento hace mucho tiempo, que no es ese el tipo de sentimientos que busco, pues él es breve, y el que deseo y sé que existe, es eterno, con la misma eternidad de Dios.
Perdóname si habló de cosas que no debiese hablar, ante tamaña sabiduría y pureza inconcebible para mí, pobre pecadora, tal vez sin remisión...
Cerró los ojos, ampliando la audición para oírlo. Y Jesús, con la mansedumbre que le caracterizaba la personalidad, le respondió claramente:
- Hija mía, no debes pensar en la pedida de tus esperanzas. El Sol que nos alumbra a todos, siendo como el ojo de Dios en nuestros caminos, también nos da la vida, y hace de la Tierra un granero de provisiones, sin restricciones a los moradores de esta estancia de la vida. Sin embargo, él se esconde un poco, para que podamos confiar en su regreso, y la bondad del Creador lo hará regresar con el mismo esplendor, haciéndonos recordar todas las alegrías y fortalecer todas las esperanzas, para asegurarnos un futuro de paz.
Debes confiar en Dios sobre todas las cosas, en ti misma y en el prójimo, pues la confianza constituye una semiente de luz, que siempre nos dona algo de amor de quien devuelve el cariño recibido. Si me escuchas, y si mi voz continua convidándote para la siembra de Dios, no turbes tu corazón en las dudas del camino.
Si tu decisión puede enfrentar los peligros de la ley que podría apedrearte, sacrificándote en la plaza pública, es seguro que tu corazón muestra señales de que tu coraje puede ser mayor, cuando encuentres el verdadero Amor que tanto deseas. ¡En verdad te digo, que yo soy ese Amor que buscas!... Este Amor, hija mía, esta despojado de sentimientos inferiores, porque él es permanente. Es permanente porque es universal. Es universal porque no violenta. No violenta porque no exige, y no exige por estar en plena armonía con todas las leyes del Creador.
La joven de Magdala, extasiada en la ternura del Maestro, mueve sus labios, y con dificultad habla para que todos la oigan, sintiendo que esta es la voluntad de Jesús:
- ¿Señor, entonces solamente este Amor del que hablas, y que aun no entiendo del modo en que lo enseñas, es el que salvará a la humanidad? Me parece que este Amor que vives y pregonas nace del sacrificio...
El Maestro se sonrió, y expresó con bondad:
- Nos es dada la certeza, María, de que comenzaste a tener la comprensión sobre el verdadero Amor, aquel que une todas las criaturas en un sólo clima de paz. Todos esos momentos que nos llevan a satisfacciones egoisticas, que requieren los celos y que exigen defensa, olvidando la honestidad – son momentos de placeres pasajeros – no es el Amor que buscas. Pueden ser hasta algunos de sus innumerables caminos, no obstante, no es el verdadero. Yo soy el Camino por donde debe pasar quien busca el Amor, pero esa directriz es estrecha y llena de dificultades, porque sin sacrificio interior, en la posición en que se encuentra la humanidad, no puede existir la felicidad del corazón. Yo soy esa Verdad, y debo mostrarla a todos los que me acompañan, para que cada uno se descubra a sí mismo, y venza sus propias deficiencias en la plenitud de la Vida.
Si quieres saber quién soy yo, yo soy la Paz que nunca olvida el trabajo honesto de cada día. Yo soy el Trabajo que nunca desaprueba la sinceridad en los deberes de todos los momentos. Quien busca la felicidad en el curso de su vida, planta las semillas de las futuras dificultades y cosechar los compromisos en forma de enfermedades y problemas de todos los órdenes. Quien decide acompañarme, tiene la obligación de entregar su vida a los deberes que la consciencia aceptó ante Dios.
Ciertamente, no hay salvación sin el Amor, mas no hay Amor sin sacrificio personal, sin esfuerzo en la subida de la Tierra a los Cielos. Verdaderamente se extiende una escalera, de nosotros hacia Dios, y cada escalón exige un esfuerzo de quien desea conquistar la paz.
El silencio daba a entender, que en aquel momento no había nadie oyendo al Señor, dado el nivel de educación de los oyentes y del ambiente espiritual en torno a Jesús. María lloraba, en el clima amoroso de la atención de Nuestro Señor, y dijo entrecortando la voz:
- ¡Señor! Me siento muy infeliz, por no haber aceptado muchas invitaciones de jóvenes apuestos bien posicionados en la vida, y con intenciones honestas, para que pudiese ser madre y tener un hogar, como otras mujeres. ¿Debería ser castigada por Dios, por no cumplir sus designios? ¿Qué hacer para repararme?
Muchas mujeres allí, del mismo nivel de María de Magdala, negando la maternidad, así como hombres que se escabullían a los deberes de ser padres, escuchaban con gran interés, el diálogo del Maestro con aquella mujer desesperada, donde el corazón estaba en pleno juzgamiento.
Jesús, en su gentileza imperturbable, delante de la multitud que no mostraba cansancio, respondió con discernimiento:
- No todas las criaturas en la posición de mujer o de hombre, vienen a la Tierra para ser madres o padres, en la formación de un hogar que todos debemos respetar. Hay unos designados para otras tareas, a veces mejores, como la de ser padre y madre de todos los que lo cercan.
Y cuando esto sucede, están inspirados en el Amor verdadero, que desconoce, como dices, barreras de toda condición. El Amor puro es una unidad de sentimientos que se afiniza con la fraternidad universal.
Todas las madres desean tener hijos sanos, ya menudo flaquean cuando la vida les ofrece niños que necesitan más atención y de su cariño, para una recuperación más prolongada. Todos los padres se enfrían, ante la solicitud de Dios, cuando en forma de hijos surgen jóvenes que no les gusta la educación, y se entregan a la ociosidad. Todos, o casi todos los preceptos que andan de boca en boca, es que Dios sabe lo que hace, pero a la hora que llegan las dificultades, blasfeman ante las oportunidades de servir; es comprender, es sacrificar los momentos de satisfacciones pasajeras, en favor del pedido espontáneo de los cielos, que es el Amor buscándonos. Todos los que nos oyen, y muchos que nos deben oír en el mundo, habrán de pasar por duras pruebas, para que la felicidad pueda surgir en el corazón, porque el cielo existe en primer lugar dentro de las consciencias, y su manifestación más visible es la tranquilidad imperturbable, la alegría permanente en los deberes a cumplir y el Amor irradiándose en todas las direcciones.
Debes aceptar la vida como Dios la hizo, las leyes como el Señor las determinó, y los hecho como vengan, sin embargo, nunca debes cruzar los brazos ante tus obligaciones. Si quieres escoger la mejor parte, ve hasta los niños enfermos que necesitan de amor y cariño, que yo estaré allá. Ve a donde los leprosos en los Valles Inmundos, olvidados del mundo, y lleva hasta ellos la palabra y la presencia, que yo estaré allá, ayudándote a entender porque ellos viven en esas probaciones.
Renuncia, hija mía, a los placeres de la carne, a cambio de los placeres espirituales, que son eternos y que traen profunda alegría de vivir, para que sientas en ese ejercicio, el Amor de Dios penetrando tu corazón, y sepas que él es de permanencia eterna.
María, temerosa de levantarse de aquella postura de respeto al Señor, y de no poder encontrarse más con Él, al no ser aceptada entre los judíos de vida recta, mira hacia el Maestro sin hablar. Él la entiende, sin que los otros oyentes perciban el sufrimiento del corazón de Magdalena, y responde con dulzura:
- ¡María!...
Debes creer por encima de todo en la bondad de Dios, él te trajo aquí, para que pudieses alegrar tu corazón. No tengas miedo de la sociedad; el juzgamiento de los hombres no puede alterar tu amor, si verdaderamente es el Amor de que te hablo.
Compadécete de ti misma y confía en tus poderes espirituales, sin olvidar la confianza en Dios, porque todos somos hermanos e hijos del mismo Padre que está en los cielos.
No pierdas la oportunidad de servir, cuando alguien toca a tu puerta.
Olvida la razón a la hora de donar, y sacrifica las cosas fáciles, recordando que el esfuerzo propio es el sello de la verdadera adquisición de los bienes imperecibles.
En la tierra, la noche sucede al día, para después fenecer delante del Sol, en una alternancia necesaria; sin embargo, para quienes ascienden a los Cielos, todo es día, las claridades son permanentes en nuestros caminos, donde las dudas desaparecen. El mal pasa a no existir y solamente el bien y la felicidad dominan nuestros destinos.
Si andamos en busca de las bendiciones de Dios, precisamos tener donde guardarlas, y solamente el granero del corazón que ama, tiene las condiciones de acumular ese suplemento de la Divinidad.
María se levanta para salir, y encuentra la mirada intimidante de Simón que entraba.
Entiende que estaba dentro de su casa, y con esfuerzo de sentimientos, verte en el apóstol todo el amor que podía ofrecer, sin palabras, sale despacito, convencida de que encontró el Mesías prometido tanto para las Tribus de Israel, como para las tribus del mundo entero.
Los espíritus inferiores que la acompañaban, incapaces de resistir al Amor, buscaban todos los medios de atacarla, mas no encontraron afinidad con el corazón que cambió de ritmo en las líneas del espíritu. Uno de ellos, ligado a ella por lazos de mucha profundidad, sintiendo el cambio de la mujer de Magdala, decidió cambiar también, y la acompañó hasta los últimos días da su existencia en la Tierra, abrazándose, en el más allá, como compañeros de la eternidad. Los otros se fueron, buscando en otros parajes compañías afines, que pudiesen servirles de pasto para el hambre de sus inferioridades.
María de Magdala procuró lo mejor parte para su vida, sirviendo de consuelo y esperanza para los que sufrían. Y nunca más perdió de vista al Maestro; cuando fue posible, lo acompañaba con las multitudes. En Naif, observó al Señor haciendo que el hijo de una viuda retornara a la vida, ya dentro de un ataúd para ser enterrado, devolviendo a aquella madre, todo lo que ella tenía: su único hijo, su esperanza. Este se convirtió en un predicador del Evangelio y fue sacrificado a los alrededores de Jerusalén, sonriéndole a las estrellas, como que agradecimiento a los Cielos.
Tuvo la oportunidad de lavar los pies de su Señor, con el más caro perfume con que a veces se bañaba, en espera de los cariños romanos, con la ilusión de que aquellos amores permaneciesen. Sintió y vivió el desprendimiento de las cosas pasajeras, y se integró en la comunidad de los desterrados de la sociedad. Asistió a muchos fenómenos a través de las manos santas de nuestro Señor Jesucristo. Fue al encuentro de Bartimeo y conversó con él, encendiendo en su corazón mayores esperanzas, que no son vistos con los ojos de la carne.
Convivio con María Santísima y escucho todas sus historias y dignas experiencias. Humildemente buscó a todos los discípulos e hizo amistad con ellos, yendo a todas las reuniones sin que su presencia fuese un estorbo para los que no comprendían la verdadera Vida. Cuando supo de la persecución de los judíos, políticos y sacerdotes contra el Maestro, no abandonó a su madre, y subió con ella al Calvario, con la dignidad de una mujer que ama, en la verdadera acepción de la palabra Amor.
Cuando los clavos perforaban las manos y los pies del Maestro, sintió el mismo dolor en el corazón, delante de la turba inconsciente. No tuvo odio; sintió compasión, porque verdaderamente ellos no sabían lo que estaban haciendo. Descendió del Monte del Calvario amparando a la Madre de Jesús, al lado de Juan Evangelista, y sintiendo dentro del alma la esperanza de sus palabras, según las cuales al tercer día resucitaría.
Después de la muerte de Jesús, cayo un manto de tristeza en toda Palestina. Se oscureció toda la Tierra con rayos y truenos, lluvias y tempestades, como si anunciase el fin de las esperanzas en la eternidad.
Los discípulos se reunían solo con una esperanza - la de la resurrección - pues, si no la hubiese, todo caería por tierra y el Evangelio sería igualmente olvidado.
Sin embargo, la fe vibraba en los corazones de muchos, como chispa divina de la Divina Llama, y María, aun en la espera de la resurrección de su Maestro, no olvido las promesas, ni se quedó en casa perdiendo el tiempo, pensando en lo que debería suceder.
En aquellos días de espera, fue en busca de las madres afligidas, de los ancianos sin techo y de los huérfanos, orando muchas veces al día, pero andando y sirviendo.
Al tercer día, como Jesús había anunciado, María Magdalena pasó la noche en casa de una das sus compañeras de trabajo, de estudio y de transformación, y en la madrugada, sintieron la voluntad de visitar al Maestro en su tumba. Al llegar allá, este estaba vacío, y dos ángeles del Señor les dijeron:
- A quien buscan no está. Resucitó, como lo afirmó a todos sus discípulos.
Ellas, asustadas, salieron a avisarle a los apóstolos. Y ya en el camino, se abrió una flor en el espacio vacío, de enorme tamaño, con el sol besando a la naturaleza en fiesta. Y de adentro de esta rosa salió el Maestro diciendo:
- ¡La paz sea con vosotros!
María Madalena se arrodillo. Salomé, a madre de Tiago y Juan, también.
Y otras tantas, no soportando la luz, saldrían corriendo para anunciar a las criaturas, el regreso del Divino Maestro.
Magdalena avanzó para aproximarse más a Jesús, que descendió cerca al suelo, sin tocarlo con los pies. Ella quiso besarlos, llorando de alegría y de felicidad, y El, El mismo, mansamente le dice en el mismo tono de su canto:
- ¡Hija! No me toques por ahora, aún no he subido al Padre.
Vuelve a decir a mis hijos, a todo mi rebaño, que la muerte no existe.
Id y anunciad a todos los que quieran escuchar, que estaré al frente de todos los que oyeron mi palabra, y que estén despojados de las maldades humanas, del odio, del orgullo y del egoísmo, de la maledicencia y del apego a las cosas materiales, que solamente el amor salva y tiene el poder de dar vida a los que aman.
Pasó una nube, como si separara a las otras mujeres de María de Magdala, y ellas dormían orando, hipnotizadas por la luz celestial. Y Jesús resurgió frente a frente a María, circundado por una policromía divina, sin que Magdalena pudiese encararlo sin prisa. Y le dice, paternalmente, a la discípula:
- Comprendo tu drama, hija mía, y se de las dificultades que podrán surgir en tus caminos, para alcanzar el Amor verdadero. Sin embargo, estaré contigo en todos los sacrificios internos, que busquen el perfeccionamiento del corazón.
Las promesas que deberás escuchar de los hombres insaciables del reino de la carne serán muchas, pero serán igualmente breves, pues no se fundamentan en el corazón. Tu vida debe ser otra, de sacrificio de esos deseos, para que tu alma abra las alas, ysin apego, volar a buscar adquisiciones en el infinito.
Dios es la única seguridad de todos nosotros. Confía trabajando y espera sirviendo, que la luz no te faltará en tus caminos, aunque sean arduos.
Tenías, antes que me conocieses, un velo que nos separaba, como las tinieblas de la claridad. Este velo solamente se rompió por el poder del Amor, aquel que desconoce los sacrificios y que se empeña en servir sin distinción, como el Sol y la lluvia, como los vientos y las bendiciones de Dios. Nunca pierdas las oportunidades de ser útil a las criaturas, aunque ellas no entiendan la acción benefactora do tu corazón generoso. La vida consiste en armonía de los pies a la cabeza, da Tierra a los Cielos.
Yo vine para guiar a la humanidad, y ella de pronto no va entender, pero mi Padre me enseñó a esperar, y eso hago desde cuando el mundo es mundo. La esperanza me muestra que los hombres no son malos; ellos ignoran sus propios destinos y por eso ofenden y calumnian, y estos gestos constituyen el arte de los que desconocen la Verdad.
Dios no entra en discusiones con nadie, y vence a todos. Delibera sus leyes y todos lo respetamos, por la grandeza de su amor y la irradiación de sus sentimientos.
La fraternidad es una ley que circula en toda la creación, y el Amor es su hálito del cual todos somos dependemos para vivir.
Silenció un poco, para que la música de su verbo pudiese alcanzar las profundidades del corazón de María, y dice nuevamente con amabilidad:
- ¡Llora mujer!
Llora, para qué es que llevas dentro y que no debe quedar, salga de tu corazón, por las vías a que tienen derecho las lágrimas.
Ella quiso cubrir su rostro delante el Señor, ante la claridad con que El veía y sentía sus pensamientos, pero se dio cuenta que era cobardía. Abrió sus ojos para verlo de nuevo, y contempló la más bella figura que sus sueños podrían dar noticias, envuelta por aquel magnetismo superior. Tomó fuerza para hablar, y le dijo bajito, envuelta en ondas de respeto y gratitud:
- ¡Divino Maestro!...
Deseo entregarme de todo corazón al trabajo de Bien, pero mi insignificancia destruyó todos mis ideales. Delante de Ti yo desaparezco, quedó sin condiciones de realizar alguna cosa en la que me empeño.
¿Y si tus discípulos no me aceptan, aún como compañera que les pueda lavar los pies? Tú debes haber observado la mirada de Simón Pedro, cuando yo estaba en su casa. Yo fui a buscarte, sin otra intención que no fuese aprender a amar, del modo que enseñas.
Me siento sin rumbo, aun sabiendo que es mi esperanza de vivir y de nacer para las leyes de Dios en Ti.
Cuando lavaba tus pies con perfume, y los secaba con mis cabellos, solo quise mostrarte, que estaba dando lo que tenía para dar de mis más puros sentimientos, intentando invertir mis actos del pasado, probándome a mí misma que me estaba regenerando, cambiando mi vida para tu vida. ¿Me crees, Señor? Sé que sí, porque digo la verdad...
Las luces centelleaban encantando a la misma naturaleza exuberante de alegrías; el viento soplaba suavemente, respetando su propia creación; las hojas de los árboles a lo lejos se agitaban, como si fuesen palmas humanas en majestuoso festival. Y Jesús asevero, con la dulzura que una mujer pudiese oír en su corazón:
- No debes tener temor ante las oportunidades que deberán surgir en tu camino, de servir a las criaturas sin techo, sin hogar y sin esperanza en lo concerniente a los hombres.
No debes creer en la magnitud de la caridad y si en su contenido. Esa multitud de hombres que me acompañaron con hambre y sed de justicia es mi rebaño, a los que debo mirar y proveer de asistencia, de acuerdo con sus merecimientos.
Yo soy el pastor de todos los que escogieron a la Tierra como morada, y de aquellos que son hijos de ella. No debe impresionarte la cantidad de bien que la vida te llama a hacer. No debes olvidarte del óbolo de la viuda, que exalté delante de la multitud, para que ellos, los hombres, comprendiesen el valor de un gesto de corazón.
Así como comparas lo que hago con lo que puedes hacer y te desalientas por no haber comenzado, yo también debería desalentarme, al comparar las cosas que hace Dios con las mías, que están mucho más lejos que entre las tuyas y las mías.
La vida te pide que comiences hoy mismo, y que seas una criatura pensando en el bien, pensando en el Amor, una criatura renacida de las tinieblas hacia la luz. Alégrate y confórtate por estar ahora conmigo, escuchándome. Tu mayor deber no es solo oírme, es hacer lo que yo hago, vivir lo que yo vivo; es necesario que entregues la vida, si esta sirve de algo que alimente la esperanza de los que sufren y esperan un consuelo, de quien se dispone a ayudar sin condiciones.
Levántate y ve, María, en busca de los hijos que no pudiste tener, de los hijos del Calvario, aquellos que traen en sus cuerpos las mismas llagas impuestas por los hombres en mí. Y no dudes de que tu amor por ellos te salvará de todas las agresiones de la consciencia, porque ella te libertará de las tinieblas, brillando eternamente en la luz del Amor.
Ella levantó su cabeza nuevamente, para ver al Maestro y poder vislumbrar su sonrisa, en medio de las nubes. Él le transmitió su adiós. Las mujeres despertaron llamando a María, llorando, y la encontraron llorando también, y partieron apresuradas, para anunciar a los discípulos que el Maestro había resucitado como Él lo dijera antes de partir.
Los discípulos de Jesús comprendieron, más tarde, el valor de aquella mujer extraordinaria y el gigantesco esfuerzo que ella hiciera, para cambiar de un extremo a otro: de la vivencia de la belleza física y de los gozos materiales, de la posesión de joyas y vestuarios de nobleza cedió lugar a una vida simple, donde sus compañías eran los pobres y estropeados de los caminos, las criaturas sufrientes y sin hogar, los ancianos sin techo. Tomó como su verdadera familia a los leprosos, cuya única esperanza era la vida futura.
María asumió la dirección del Valle de las Flores, donde la Madre de Jesús también estuviera. ¡María de Magdala resurgió de las tinieblas hacia la luz del Cristo!...