Nuestro encuentro con Dios

Por: Oscar Cervantes Velásquez

 

Desde los albores del tiempo, el hombre aposentado en la Tierra e intentando interpretar en los fenómenos naturales, aún sin comprensión, la causa primaria de los mismos, inicio un largo recorrido hacia la búsqueda de un ser superior a él, que pudiera dar respuestas a infinidad de interrogantes, propios de quien evoluciona con muchas dudas, sintiéndose huérfano de un Padre en quien pudiese refugiarse ante sus necesidades existenciales.

 

En respuesta a sus inquietudes, surge la mitología, como apoyo espiritual para encontrar explicaciones sobre la naturaleza, la creación del universo, y todo aquello que se imposibilitaba a una explicación racional, que por su escasa evolución intelecto-moral, se escapaba a una fácil comprensión de los mismos. Sin embargo, tal como lo informa la espiritualidad, “toda la mitología pagana no es en realidad más que un gran cuadro alegórico de las diversas caras, buenas y malas, de la humanidad. Para quien busca su sentido, se trata de un curso completo de la más profunda filosofía, como sucede con las fábulas modernas. Lo absurdo residía en que se tomara la forma por el fondo[1]”.

 

En la búsqueda de esa ligazón que lo uniera al ser Supremo, aparecen las religiones, que le permitieron moldear su pensamiento y acercarse cada vez más, a los “misterios” de la divinidad. Son muchas las culturas y los pueblos antiguos, que, amparados en los enigmas de sus concepciones religiosas, alcanzaron una mejor comprensión del mundo, entendiendo cada vez más a la naturaleza y dándoles un mayor sentido a la vida.

 

Sin embargo, “aquellas religiones que no entendieron la creación, punto de partida de todos los credos religiosos, han equivocado sus dogmas: los que no creyeron en un Dios todopoderoso, imaginaron muchos dioses; esas otras que no atribuyeron a Dios la bondad suprema crearon un dios colérico, parcial y vindicativo[2].

 

De esta manera y en pleno auge del politeísmo, surge la necesidad que el planeta Tierra pueda albergar la concepción de la unicidad divina, y el pueblo hebreo fue el instrumento del que Dios se valió para hacer su revelación. Así, se da inicio al ciclo de revelaciones en el seno de la cultura hebrea, influenciada notablemente por la idea de los varios dioses, pero que gracias al pacto o alianza celebrado por Dios con Abraham, prometiéndole la tierra de Canaán a él y a su descendencia, asumen el monoteísmo como única religión. Asegura El Génesis, que a la edad de 99 años, Yahvé se le apareció a Abram y le dijo:

 

 “Por mi parte he aquí mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás más Abram, sino que tu nombre será Abraham, pues padre de muchedumbre de pueblos te he constituido. Te haré fecundo sobremanera, te convertiré en pueblos, y reyes saldrán de ti. Y estableceré mi alianza entre nosotros dos, y con tu descendencia después de ti, de generación en generación: una alianza eterna, de ser yo el Dios tuyo y el de tu posteridad. Yo te daré a ti y a tu posteridad la tierra en que andas como peregrino, todo el país de Canaán, en posesión perpetua, y yo seré el Dios de los tuyos[3]”.

 

Posteriormente surge la figura de Moisés, quien “por inspiración y observación estableció los códigos esenciales al proceso de liberación de la sombra”[4], recibiendo las Tablas de la Ley en el Monte Sinaí. De igual manera, se convierte en legislador civil de un pueblo indómito, viéndose obligado a contener, por el miedo, a un pueblo naturalmente turbulento e indisciplinado, en el cual tenía que combatir abusos arraigados y prejuicios adquiridos en la servidumbre de Egipto. Para dar autoridad a sus leyes, debió atribuirles origen divino, como lo hicieron todos los legisladores de los pueblos primitivos; la autoridad del hombre debía apoyarse en la autoridad de Dios; mas sólo la idea de un Dios terrible podía impresionar a hombres ignorantes, en quienes el sentido moral y el sentimiento de una delicada justicia estaban aún poco desarrollados. Es evidente que el que había establecido en sus mandamientos: “Tú no matarás; tú no harás mal a tu prójimo”, no podía contradecirse elevando a deber el exterminio. Las leyes mosaicas propiamente dichas, tenían, pues, un carácter esencialmente transitorio”[5].

 

Época marcada por la predominancia de la sombra colectiva, al decir de Juana de Ángelis[6], se tornaba indispensable que quedasen establecidas trayectorias de gran vigor, mediante el proceso avanzado con relación a la Ley del talión, aquella que punía conforme el tipo de delito practicado: ojo por ojo, diente por diente…

 

En la segunda y tercera revelación, hay un desmarque profundo de aquellas concepciones que nos ofrecían un Dios a la medida de los pueblos y su propia evolución, surgiendo, con Jesús, la posibilidad del reencuentro con Dios a través de una enseñanza centrada en el sentimiento, no solo hacia el creador, sino hacia el prójimo, como objetivo fundamental en su acercamiento hacia Dios. La llegada de Jesús a la Tierra, le permite “enfrentar la ignorancia predominante trayendo el mensaje de amor que jamás fuera presentado antes en la formulación de la cual Él era portador [7].

 

El hombre, ser pasajero, limitado en el tiempo y el espacio y viviendo la religión sin religiosidad, permite que el concepto de Dios se pierda en la complejidad de las fórmulas vacías del culto externo, complaciéndose en manifestaciones ruidosas de cantos e idolatrías, que lo desligan de componentes espirituales como la meditación y la reflexión en una introspección profunda, que le permitan intimar con la esencia divina. Bajo ese clima de orfandad espiritual, terminan en una vida desprovista de esperanza, sin convicción profunda, sin madurez espiritual.

 

Se hace necesario que el ser se identifique con su propia conciencia, en la búsqueda de la religiosidad interior que lo aproxime a Dios en toda su plenitud. Es por ello que la espiritualidad superior, ante las indagaciones del maestro Kardec, acerca de donde están escritas las leyes de Dios respondieron: “En la conciencia”. De esta manera, el germen divino crece en el interior del hombre y se expande, permitiendo que se comprenda el concepto de Pablo, que el ya no vivía, sino era “Cristo que vivía en él”.

 

Ante esta aseveración de Pablo, podemos asegurar, de acuerdo con el pensamiento de León Denis, “que no se puede demostrar la existencia de Dios con pruebas directas y sensibles, pues Dios no cae bajo el dominio de los sentidos. La divinidad ha desaparecido bajo un velo misterioso, tal vez para obligarnos a buscarla, lo cual constituye, por cierto, el ejercicio más noble y más fecundo de nuestra facultad de pensar, y también para dejarnos el mérito de descubrirla[8].

 

Cuando Jesús de Nazaret nos enseña “Yo soy el camino, la verdad y la Vida; nadie viene al Padre sino es por mí[9], comprendemos que el largo viaje que nos conduce a Dios, es directamente proporcional a los objetivos de nuestra encarnación, la cual es la perfección, perfección esta que nos acerca irremediablemente a Dios. Entonces, vinculados con el tropismo divino, y seguros que en el Evangelio encontramos las más hermosas lecciones que permearan nuestro Espíritu indolente en el Bien, hacemos de sus enseñanzas la ruta segura para “convertirlo en compañero de la oración, en libro escolar en el aprendizaje de cada día, en fuente inspiradora de nuestras más humildes acciones en el trabajo común y en código de las buenas maneras en el intercambio fraternal [10].

 

Entonces, no más excusas para nuestro encuentro con Dios, recordemos que en medio de la gran noche, que aún oscurece los caminos de muchos de nuestros compañeros de camino, es necesario mantener encendida la luz del discernimiento, que hoy nos permite servir de guías a aquellos que aún se mantienen en la retaguardia, seguros que nuestros pasos hoy se encaminan a los montes de elevación, a los que nos haremos merecedores, manteniendo la certeza que, avanzar sin luz a nuestro encuentro con Dios, es imposible.

 

 

 

 

 



[1] Allan Kardec, La Génesis, Cap. XII, Caracteres de los milagros.

[2] Allan Kardec, La Génesis, cap. II, Dios.

[3] Gen. 17, 4-8.

[4] Juana de Ángelis/Divaldo Franco, Leyes Soberanas, Cap. 1. El Evangelio a la luz de la psicología profunda. Ediciones Juana de Ángelis, 2012.

[5] Allan Kardec, El Evangelio según el Espiritismo, Cap. I, No he venido a derogar la ley.

[6] Juana de Ángelis/Divaldo Franco, Leyes Soberanas, Cap. 1. El Evangelio a la luz de la psicología profunda. Ediciones Juana de Ángelis, 2012.

[7] Ibídem

[8] León Denis, Después de la muerte. Cap. IX, El universo y Dios. Editorial Cima, 1995.

[9] Juan 14, 6.

[10] Chico Xavier/Emmanuel, Camino, Verdad y Vida. Editora Mensaje Fraternal, 1986.

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