El Suicida del Tren

La Importancia de la Oración

Nunca me olvidaré que un día leí en un periódico sobre un suicidio terrible, que me impactó: un hombre se tiró sobre las vías del tren, bajo los bajones de la locomotora y fue triturado. Y el periódico, con todos los detalles, contaba la tragedia, diciendo que era un padre con diez hijos, un modesto trabajador.


Aquello me impresionó tanto, que decidí orar por ese hombre.


Tengo un pequeño cuaderno para anotar el nombre de personas necesitadas. Y voy orando por ellas y, de vez en cuando, digo: si este ya evolucionó, voy a dar su lugar para otro; no puedo hacer más.


Así que, puse el nombre en mi cuaderno de oraciones especiales – las oraciones que hago de madrugada. Desde mi ventana veo una estrella y acompaño su ciclo; entonces, me quedo orando, miro hacia ella, conversando. Somos muy amigos, desde hace ya muchos años. Ella es paciente, siempre aparece en el mismo lugar y desaparece en el otro.


Empecé a orar por ese hombre desconocido. Hacía mi oración, intercedía, me ponía en la piel de abogado, y decía: Jesús mío, quien se mata (como decía mi madre) “no está en su sano juicio”. Verás que él no se quiso matar; fueron las circunstancias. Oraba y pedía, dedicándole más de cinco minutos (yo tengo una lista muy larga), pero ese era especial.


Pasaron casi quince años y yo continuaba orando por él diariamente, donde quiera que estuviera.


Un día, tuve un problema que me hizo sufrir mucho. Esa noche llegué a la ventana para conversar con mi estrella y no pude orar. No estaba en condiciones de interceder por los demás. Me encontraba con muchas ganas de llorar; pero, me es difícil que lo haga hacia fuera, aprendí a llorar por dentro. Me quedo afligido, experimento el dolor, y las lágrimas no me salen. (Tengo una gran envidia de quien llora aquellas enormes lágrimas, voluminosas, que no consigo verter).


En pocos momentos la emoción me fue invadiendo y, cuando me di cuenta, lloraba.


En ese intervalo, entró un Espíritu y me preguntó:


- ¿Por qué lloras?


- Ah! Mi hermano – respondí – hoy estoy con muchas ganas de llorar, porque sufro un grave problema y, como no tengo a quien quejarme, ya que vivo para consolar a los demás, no les puedo contar mis sufrimientos. Además, no tengo ese derecho, aprendí a no reclamar y no me estoy quejando.


El Espíritu dijo:


- Divaldo, y si yo te pidiera que no llorases, ¿qué harías?


- Hoy no me lo pidas. Porque es el único día que conseguí hacerlo. ¡Déjame llorar!


- No lo hagas – pidió. Si tú lloras yo también lloraré mucho.


- Pero, ¿por qué vas a llorar? – le pregunté.


- Porque te aprecio mucho. Te amo mucho y amo por amor.


Como es natural, me quedé muy contento con lo que él me decía.


- Tu me inspiras mucha ternura – prosiguió- y te amo por gratitud. Hace muchos años, me tiré bajo las ruedas de un tren. Y no tengo como definir la sensación de la eterna tragedia. Escuchaba el tren pitar, lo veía crecer a mi encuentro y sentía las ruedas triturándome, sin terminar nunca y sin morir nunca. Cuando acababa de pasar, cuando iba a respirar, escuchaba el pito y empezaba todo otra vez, eternamente. Hasta que un día escuché a alguien llamarme por mi nombre. Lo hizo con tanto amor, que aquello me alivió por un segundo, pues el sufrimiento volvía. Mas tarde, nuevamente, escuché a alguien llamarme. Empecé a tener espacios en que alguien me llamaba, y yo conseguía respirar, para aguantar aquel morir que nunca moría y no te se decir el tiempo que pasó. Creo que pasó mucho tiempo, hasta el momento en que dejé de escuchar el pito del tren, para escuchar a la persona que me llamaba. Me di cuenta, entonces, que la muerte no me mató y que alguien pedía a Dios por mí. Me acordé de Dios, de mi madre, que ya había muerto. Empecé a pensar en que no tenía el derecho de haber hecho aquello, empecé a escuchar a alguien decir: “El no lo hico por mal. El no quiso matarse.” Hasta que un día esta fuerza tan grande me atrajo; ahí te vi en esta ventana, llamándome.


- Pregunté – continuó el Espíritu – ¿quién es? ¿Quién está pidiendo a Dios por mí, con tanto cariño, con tanta misericordia? Mamá me apareció y me aclaró:


- Es un alma que ora por los desgraciados.


- Me conmoví, lloré mucho y a partir de ese día empecé a venir aquí, siempre que tú me llamabas por mi nombre.


(Noté que nunca lo vi, por las diferencias vibratorias)


- Cuando adquirí total conciencia – continuó diciendo – ya habían pasado más de catorce años. Me acordé de mi familia y fui a mi casa. Encontré a mi esposa blasfemando, injuriándome: “- Aquel desgraciado desertó, reduciéndonos a la más terrible miseria. Mi hija, hoy, es una perdida, porque no tuvo comida ni paz y se vendió. Mi hijo es un bandido, porque tuvo un padre egoísta, que se mató para no enfrentar la responsabilidad.


Dejándonos, nos redujo a este estado.


Sentí su terrible odio. Después, fui atraído hacia mi hija, en uno de estos miserables lugares, donde ella estaba expuesta como mercadería. Fui a visitar a mi hijo en la cárcel.


- Divaldo – me dijo emocionado – ahí empecé a sumar a los “dolores físicos” el dolor moral, del daño que mi suicidio trajo. Porque el suicida no responde sólo por el gesto, por el acto de autodestrucción, sino, también, por toda una onda de efectos que resultan de su insensato acto, siendo todo esto puesto en su débito en la ley de responsabilidades. Aparte de ti, nadie más oraba, nadie tenía duelo de mi, sólo tu, un extraño. Entonces hoy, que tú estás sufriendo, vengo a pedir: en nombre de todos nosotros, los infelices, ¡que no sufras! Porque si entristeces, ¿qué será de nosotros, los que estamos permanentemente tristes? Si tú ahora lloras, ¿qué será de nosotros, que estamos aprendiendo a sonreír con tu alegría? No tienes derecho a sufrir, por lo menos por nosotros, y por amor a nosotros, no sufras más.


Se acercó a mí, me dio un abrazo, recostó su cabeza en mi hombro y lloró lentamente. Lloró con dolor.


Igualmente emocionado, le dije:


- Perdóname, pero no esperaba conmoverte.


- Son lágrimas de felicidad. Por primera vez, soy feliz, porque ahora me puedo rehabilitar. Estoy aprendiendo a consolar a alguien. Y la primera persona a quien consuelo eres tú.

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