Procrear es una ley biológica. Ser padres implica, además, adquirir conocimientos, asumir deberes y responsabilidades para con nuestros hijos y nuestra familia.
Tener hijos, ser padres, es una función natural, pero hacer de ellos personas conscientes, responsables, honestas, solidarias, libres, es otra cosa. Y es que la labor educativa que se realiza en el hogar es irreemplazable e intransferible, porque toda conducción se graba en la psiquis del niño y cuanto antes nos preparemos y ocupemos de educarlos, mejor los estaremos capacitando para su progreso consciente y para la concreción de sus objetivos de vida.
Somos responsables ante Dios, del cuidado y encauzamiento de esos seres que hoy son nuestros hijos y de los que somos sus “modelos naturales”, por estar las veinticuatro horas influenciando sobre ellos directa o indirectamente, por medio de la palabra, el buen ejemplo, por medio de la presencia y aún en las ausencias.
Educar, es preparar al individuo para vivir dentro de patrones morales e intelectuales vigentes en determinado momento, en determinada sociedad; y es la madre quien debe sustentar la educación de los hijos enseñándoles la sana convivencia por medio de la evangelización, siguiendo el modelo de Cristo.
La naturaleza dio a la madre el amor a sus hijos, en beneficio de la conservación de éstos. En los animales, ese amor se limita a sus necesidades materiales y cesa cuando los cuidados ya no son necesarios. En el hombre, persiste durante toda la vida e implica una devoción y una abnegación que, incluso, sobrevive a la muerte y acompaña al hijo hasta más allá de la tumba.
El corazón materno es un cuenco de amor en el que se manifiesta la vida, de ahí que se comprenda que el amor maternal está en las leyes de la naturaleza, pero sin lugar a dudas, la misión de las madres no siempre es un mar de rosas, sino que por el contrario, es una tarea espinosa, donde la renuncia y las lágrimas son ingredientes fundamentales. En el ambiente doméstico, el corazón de la madre debe ser el exponente divino de toda la comprensión espiritual y de todos los sacrificios por la paz de la familia.
Al instituir la familia quiso Dios, en su infinita sabiduría, confiar a la madre la sublime misión de ser la dispensadora de afecto, infundiendo en su corazón reservas inexorables de abnegación, cariño y paciencia con que acudir a las necesidades del hijo, sin desatender a los reclamos del padre, asegurando de este modo, la condición básica de la sobrevivencia familiar. Para el hijo, el amor materno es tan indispensable, como el sol lo es para la vida de las plantas. Si le falta ese amor, su desarrollo físico, mental, afectivo y espiritual estará comprometido por toda la existencia de forma insalvable, ya que nada, absolutamente nada, podrá compensarlo.
A la madre incumbe promover la integración familiar, fusionando a unos con otros en la amistad y en la cooperación, ofreciendo a todos su sonrisa estimulante, su palabra de coraje y el calor de su ternura. Sin embargo, la sociedad actual, se está enfrentando a hogares sin madres, ante la necesidad de ayudar en la economía doméstica, en algunos casos, o la de enfrentarse a su realidad de madre soltera o cabeza de hogar, delegando muchas veces la responsabilidad de la educación de sus hijos, al servicio doméstico o algún familiar cercano. Los niños que crecen sin madres, cuidados por un servicio sin ningún vínculo afectivo con ellos, forman esa legión de personas inseguras, enfermas, desequilibradas, que acaban siendo una carga onerosa para la sociedad en todos los sentidos.
Hoy entendemos que esos seres que traemos al mundo, lo hacen para perfeccionarse, y la debilidad de la edad primaria los hace flexibles, accesibles a los consejos de la experiencia de quienes deben ayudarlos a progresar. Es en esa edad, cuando podemos reformar su carácter y reprimir sus malas costumbres, misión esta que Dios ha confiado a los padres, misión sagrada de la que habrán de rendir cuentas.
El autor espiritual Emmanuel nos enseña que: “La mujer cristiana enciende la verdadera luz para el camino de sus hijos a lo largo de la vida. La misión de la madre se resume en dar siempre el amor de Dios, Padre de Infinita Bondad, que depositó en el corazón de las madres la sagrada esencia de la vida. La madre terrestre debe comprender ante todo que sus hijos, primeramente, son hijos de Dios.
Desde la infancia tiene que ir preparándolos para el trabajo y la lucha que les aguardan. Ya en sus años iniciales debe enseñar al niño a huir del abismo de la libertad sin restricción, controlando sus actitudes y poniendo orden en su mente, pues esa es la oportunidad más propicia para sentar las bases de su vida.
Ha de sentir a los de otras madres como si fuesen los suyos, sin abrigar en modo alguno la falsa creencia de que los hijos de ella son mejores y están mejor dotados que los de los demás. Enseñará la más pura tolerancia, pero no dejará de ser enérgica cuando sea esto necesario en el proceso de la educación, vista la heterogeneidad de las tendencias y la diversidad de temperamentos que hay ente los niños.
Se sacrificará por la paz de sus hijos, de todos los modos a su alcance, sin quebrantar la pauta de grandeza espiritual de su tarea, enseñándoles que todo dolor es respetable, que todo trabajo edificante es divino y que toda dilapidación constituye una falta grave. Le enseñará el respeto por el infortunio ajeno, a fin de que ellos también sean amparados en el mundo, en la hora de amargura que les espera, hora común a todos los seres. En los problemas del dolor y el trabajo, de la prueba y la experiencia, no debe conceder la razón a ninguna queja de sus hijos sin antes analizar desapasionada y minuciosamente la cuestión, y elevará los sentimientos de ellos hacia Dios, sin permitirles estacionarse en la futilidad o en los prejuicios morales de las situaciones transitorias del mundo.
Será en el hogar, el buen consejo sin parcialidad, el estimulo al trabajo y la fuente de armonía para todos. Buscará en la piadosa Madre de Jesús, el símbolo de las virtudes cristianas, transmitiendo a los que la rodean los dones sublimes de la humildad y la perseverancia, sin preocuparse en absoluto por las pequeñas glorias efímeras de la vida material.
Al cumplir ese programa de esfuerzo evangélico, aun suponiendo que fracasen todas sus consagraciones y renunciamientos, corresponde a las madres incomprendidas entregar el fruto de sus labores a Dios y prescindir de todo juicio del mundo, pues el Padre de Misericordia sabrá evaluar sus sacrificios y bendecirá las penas que le han tocado en la sagrada institución de la vida familiar”.